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«Se había pasado gran parte de su vida enseñando. Siempre había algo que transmitir, algo que sólo él sabía y que necesitaba que alguien más conociese. La vida era eso, enseñar y aprender, cosas nuevas cada día. También convirtió esa habilidad suya en profesión, decidió enseñar a los que ya sabía que no sabían nada, los más pequeños.
Le encantaba explicar las cosas y que la persona a la que se lo explicaba entendiese su pensamiento, aprendiera un proceso, una técnica, una solución y se sintiera feliz por haberlo aprendido…
Creía que lo más importante para hacerlo bien era la actitud con la que lo hacía: ponerse en situación de la persona que tenía a su lado, intentar pensar que no sabía nada, o sí, que sabía más que tú pero que probablemente aún podías enseñarle algo, explicar las cosas con mucho detalle y partiendo de básicos…
Sólo había una cosa que no soportaba, y era que pese a aplicar esa técnica de enseñanza, la persona que tuviera delante, no consiguiera «ver» lo que trataba de explicarle una y otra vez… entonces se sentía impotente y debía respirar y buscar otro momento para atacar… Hasta que lo conseguía. Nunca cejaba.
Le alteraba tanto que no utilizasen con él la misma forma de enseñar. Quería aprender, si alguien le enseñaba mucho mejor.
Se había topado con malos profesores, pero éste no era mal profesor, era mala persona.
Enseñar para él formaba parte de su día a día, aprender también, no tiene sentido uno sin el otro…
Se dio cuenta que no todos pensaban así, y decidió también aprender esta lección.»
Isabel